Parte 1: El plan
Pues aquí estoy: en esta pequeña ciudad que es el campo base del Everest. Bueno, pequeña por decir algo, porque entre los extremos hay más de un kilómetro de longitud de tiendas alineadas en los montículos del glaciar del Khumbu.
Los aquí congregados se dividen entre los que pretenden escalar el Everest o el Lhotse (o los dos), pues ambas montañas comparten campo base. Sin embargo, no hay tanta gente como podría parecer y muchas de esas tiendas están ya vacías.
En el ambiente reina una sensación similar a cuando se acababa el verano en el pueblo o en la playa y comenzaba el goteo de amigos que se iban yendo a sus ciudades de origen, y cada día quedaban menos y todo estaba cada vez más vacío.
Aquí, casi todo el mundo o ha hecho cumbre o lo ha intentado y se da por satisfecho, por lo que la diáspora es total. Cada vez quedamos menos, que es justo lo que yo quería. Generalmente, al Everest se sube unos pocos días de mayo, en lo que ahora los modernos llaman «ventanas de summit push», que vienen siendo los «días de buen tiempo» de toda la vida. Y ya han pasado al menos dos de ellos y nadie sabe si vendrán más. Así que la temporada está llegando a su fin y también el circo que se monta aquí.
El Everest representa todo lo contrario de lo que nos gusta a los montañeros. Pisar su cima el sueño que tengo desde crío.
El Everest es el Everest. Al menos, para mí, sigue siendo el icono de la montaña que todo alpinista quiere subir. Pero uno ve las fotos de las colas, ve este enorme y ruidoso campo base, lee las historias de gente agonizando mientras otros pasan a su lado, las fotos de decenas de botellas de oxígeno abandonadas en el Collado Sur… y se te quitan las ganas: representa todo lo contrario de lo que nos gusta como montañeros. Pero, por otro lado, para mí sería un sueño pisar su cima, es una ilusión desde que era un crío, debo reconocerlo.
El otro día conté los libros que tengo en casa sobre el Everest (no Himalaya, sólo Everest): más de 30. He oído contar historias de su ascensión a muchos alpinistas y conozco la ruta de memoria, con cada uno de sus tramos míticos: escalón Hillary, bandas amarillas, cumbre sur…
Recuerdo perfectamente cuando, hace casi 20 años, para celebrar el 50 aniversario de la primera ascensión, se celebró en Madrid una jornada para que describieran su experiencia los tres madrileños (reales o de adopción) que en aquel entonces la habían escalado: Jerónimo López, Ramón Portilla y Carlos Soria, hoy todos ellos buenos amigos míos.
Y allí estaba yo, en primera línea, para no perder detalle. Sin duda, yo querría subir al Everest, pero ¿merece la pena? ¿Podría evitarse, al menos, la masificacion, de alguna manera? Pensé que quizá sí, si apuraba al final de la temporada, cuando ya hubieran pasado varias oleadas de ascensos a cima. Eso me restaría oportunidades de subir, pero era el precio a pagar. Otra opción era ir por otra ruta que no fuera la normal, pero precisamente la palabra «normal» me define como alpinista y las otras vías de ascenso quedan fuera de mi alcance.
Tras 24 horas de dudas lo decidí: me iba al campo base en el glaciar del Khumbu.
Todo eso me rondaba desde hace tiempo, pero esta primavera mi cabeza estaba en el Dhaulagiri. Carlos Soria volvía a nuestra montaña y yo con él. La conocemos de memoria, hemos estado en ella muchas veces y puedo describir con detalle cada tramo de su ascensión, menos los 80 últimos metros, que son los que nunca he pisado.
Pusimos todo nuestro empeño en subir, pasamos una noche infernal a 7.300 metros en el campo 3. Hicimos otro intento a la cumbre casi un mes más tarde, pero de nuevo no pudo ser. El parte del tiempo anunciaba nevadas intensas que enterrarían las cuerdas fijas que habíamos instalado durante semanas, cubriendo con nieve nuestro trabajo, nuestras expectativas e ilusiones.
La «montaña blanca» nos mandaba a casa otra vez como si fuera una esquiva pretendiente. Nada que hacer en esa montaña.
Nos volvimos a Katmandú y, entonces, el Everest apareció en mi imaginación. La temporada aún estaba en marcha, yo estaba aclimatado y en forma, las primeras oleadas de cumbre ya habían pasado… ¿Por qué no probar a ir al Everest? Tras 24 horas de dudas lo decidí: me iba al campo base en el glaciar del Khumbu.
La pregunta era: ¿tendré oportunidades de subir o ya habrán acabado las «ventanas»? Le pregunté a todo el que vi: Xavi Arias, Simone Moro, Uxúe y David Goettler desde el Campo base, muchos amigos sherpas, al propio Carlos Soria… todos decían que sí.
Yo, que de naturaleza tengo intrínseco el fatalismo mediterráneo, tenía mis dudas. Esto vale mucho dinero y yo venía habiendo dejado pasar las buenas oportunidades de llegar a la cumbre. A ver si me iba a pasar de chulo quedándome para el final y solo me iba a quedar y sin intentar siquiera la cumbre.
En el aeropuerto local, Pengba, amigo sherpa que ahora ha montado su propia agencia, fue el único que dijo que no: «Lo veo justo Sito Dai, la verdad. Aún si fueras con oxígeno…».
Menos mal, mi plan es ir con la ayuda de oxígeno artificial, ir sin él requiere un plan más estudiado y, desde luego, no improvisarlo en una semana. Cuando le dije a Pengba que iba a usar oxígeno desde el Campo 4 me dijo: «en ese caso, en diez días te veo aquí de vuelta con la cumbre».
El caso es que sin ser y tan optimista como mis amigos, dos días después de llegar a Katmandu y empezar a pensar en la idea, el propio Simone me depositaba en el campo base del Everest tras demostrarme que los italianos pilotan los helicópteros como conducen.
En este campo base no hay ambiente montañero, es otra cosa, divertida, simpática, pero otra cosa.
Y, la verdad, porque el Everest es el Everest. Cuando llegué justo bajaban de la cumbre los que serían por unos días mis compañeros de campo base. Me gustó ver sus caras de felicidad y oír sus historias, pero me sentí de otro planeta.
Fueron dos días curiosos porque todos ellos eran gente muy agradable, simpática y divertida, pero de otro lugar de la galaxia. Llevaban 40 días juntos en el campo base y habían generado una estupenda camaradería, y ahora se contaban su experiencia.
La mayoría eran «los primeros en el Everest de algo»: de su país, región, pueblo, etnia, etc. Muchos de ellos nunca habían subido otro ochomil e incluso ninguna montaña alta. Uno de ellos me presentó al resto como «un alpinista» y así me llamaba en el campo base (yo era la excepción).
Y sí, es cierto, he visto un tipo con náuticos en el Campo Base, con pantalones de plumas y náuticos, una combinación infalible que voy a proponer a Carlos como ropa de gala para nuestra próxima expedición.
La antena de Internet echaba humo por el tráfico de datos y se enteraban del éxito de otros compañeros del campo base por Instagram. Yo miraba todo esto desde la distancia, porque es lo que sentía que había entre ellos y yo.
Es curioso que me sintiera más cerca de un galáctico como David Goettler (majísimo, discreto y muy muy fuerte, pero eso ya lo sabíamos) que del resto de los presentes.
En este campo base no hay ambiente montañero, es otra cosa, divertida, simpática, pero otra cosa. Además, yo venía de una montaña en la que estábamos solos (todo un ochomil para nosotros), con mi mejor amigo, y en la que habíamos vivido un alpinismo de verdad, asumiendo incluso muchos riesgos, y ahora estaba solo en este lugar tan diferente.
¿El Everest debería dejarse solo para alpinistas que vayan sin oxígeno o, en el fondo, está bien como ahora?
Hay que ser realista: esto es el Everest hoy, y si yo puedo hacer este intento relámpago de escalada, también es porque existe esta demanda y la infraestructura que la hace posible. El Everest es un negocio de turismo de altura, muy rentable, por cierto.
Podría despotricar y exigir que solo se admita a «montañeros autenticos», pero, ¿Lo soy yo? ¿Tendría razón? ¿No sería como si los católicos exigieran que solo pudieran visitar las catedrales los creyentes practicantes?.
Son lugares cuyo valor universal excede el que originalmente se les dio. Pues igual pasa con el Everest: su interés supera el propio alpinismo y las agencias explotan ese atractivo. Y, hay que ser sincero, lo que hacen estos turistas de altura no es muy diferente a lo que yo voy a hacer: yo usaré esas cuerdas fijas y esa logística instalada para ese público.
La diferencia es que yo tengo experiencia en altitud (15 expediciones al Himalaya), que soy autosuficiente en la montaña y sé moverme por ella, domino la técnica de escalada y que sé leer las condiciones de la montaña… Pero ¿hace eso que tenga más derecho que ellos a subir?
¿El Everest debería dejarse solo para alpinistas que vayan sin oxígeno o, en el fondo, está bien como ahora, que se «sacrifica» la vía normal en primavera y el resto de la montaña y del año queda libre para escaladores más cualificados?
El Everest no deja de ser un reflejo de nuestra sociedad actual, donde el ocio es un bien de consumo y, generalmente, rápido. Por eso, están saliendo todos pitando de aquí, a por un nuevo reto o desafío, ya sea otro ochomil, bucear con tiburones blancos en Sudáfrica o ir a la fiesta de la luna llena en Tailandia.
Este año se han emitido casi la mitad de permisos de escalada al Everest que en el año 2019 (pre-pandemia).
En unos días veré si mi plan funciona o no, si he conseguido o no «librarme» de la gente y llegar a la cima con poca gente (eso si llego, claro), y si creo que todo esto merece la pena o no. De momento, una cosa me ha salido bien: este año se han emitido casi la mitad de permisos de escalada al Everest que en el año 2019 (pre-pandemia).
Algo es algo. A la espera de «la ventana», me dedico a darme paseos por el glaciar y a pasar horas mirando la cascada del Khumbu, que tiene un poder hipnotizante, como si fuera la tele. Y hoy por fin he visto a Uxúe e Ignacio, que hace dos días subieron al Lhotse sin oxígeno y creo que son los únicos españoles que hay en el campo base.
Mientras, en la fiesta de celebración de cimas he visto en primera persona tres chicas que representan lo que hoy en día es el Everest: por un lado, una que nunca había subido antes a ningun pico alto y cuya obsesión era si su cutis estaba afectado por el sol, y el maquillaje lo ocultaba bien para las fotos de sus redes sociales (la verdad es que no sé cómo lo había hecho, pero su piel estaba perfecta, antes muerta que sencilla); por otro lado, a Sophie Lavaud que, coronando el Lhotse en compañía de su marido sherpa, alcanzaba su 12 ochomil y encarrilaba su carrera por ser la primera suiza, francesa y canadiense en conseguir los 14 (tiene triple nacionalidad); y a su lado, una chica china muy simpatica también, que había subido sin oxígeno al Everest y, de propina, había bajado directamente de la cumbre al campo 2. Todas ellas brindando y bailando juntas, en la misma tienda, sin conflictos.
¿Qué es el Everest para cada una de ellas? Supongo que cosas muy diferentes, pero valiosas e importantes para las tres. Espero, en unos días, tener la misma sonrisa que ellas en la cara, aunque mi cutis no esté tan bien cuidado y baile bastante peor que ellas.
Parte 2: La confirmación
Pues sí, al final el plan salió bien: nada de colas en ninguna parte del recorrido, atravesando solos la cascada del Khumbu tanto a la ida como a la vuelta, toda la ascensión sin gente hasta la cumbre sur, una pequeña espera en el escalón Hillary y sólo 6 personas más en la cumbre.
Volví a ver a Pengba en el aeropuerto, quien me dijo: «te di 10 días para subir y estar de vuelta, y te han sobrado 3, no está mal. Quizá deberíamos vender el Everest en una semana». A ver si al final la he liado…
El Everest ha cambiado, pero aún es posible subirlo sin colas, si apuestas por ello.
En fin, el Everest ha cambiado y nada tiene que ver con lo que era hace 20, 30 o 40 años, pero aún es posible subirlo sin colas, si apuestas por ello y es lo que realmente quieres. El resto, creo que no tiene solución, pero estos son nuestros tiempos. ¿O soy demasiado conformista? ¿Merece la pena con estas condiciones? A mi sí, pero habrá de todo.
Lo que está claro es que si buscas alpinismo, mejor ir a otra montaña, pero no será el Everest…
Sito Carcavilla
Quién renuncia a salir de vacaciones por el atasco en la carretera, quien renuncia a la cima por el atasco en la subida, NADIE!
Ni el propio Sito renunció… no entiendo el sentido de formular una pregunta así, ni la reflexión
También te puedes ir al Aneto, al Cervino o al Mont Blanc, donde no hay guías, ni helicópteros ni gente. Ni sherpas hdp que exploten sus montañas
Lo primero enhorabuena por coronar el Everest, lo de renunciar o no a la montaña por la masificación yo creo que no, pero dados los tiempos que corren, es casi obligado a elegir bien la fecha de Intento de cumbre y además,por si fuera poco, tratar de esperar ó anticiparse a las expediciones comerciales
Enhorabuena por tu relato y por tu ascension, eres un buen alpinista como gran alpinista lo es mi amigo carlos soria, sois excepcionales, siempre adelante.Joaquín bejarano sen