Bonatti esperaba en la puerta del hotel cuando llegamos. Para él sería otra oportunidad de transmitir lo que ha buscado en la naturaleza, con alpinismo o sin él: ser sensible a la grandiosidad de los espacios indómitos, poner una simiente para que el interior de cada hombre crezca enriquecido, mejorado gracias a ellos. Tal vez también para evadir, unas veces con astucia y otras rotundo, algún tema que no le interesa, como hizo en las intervenciones públicas durante su estancia. En mi caso era quizá la única oportunidad que la suerte –algo en lo que él no cree– me había dado para conocer al monstruo del alpinismo europeo desde 1949 a 1965, el que fue llamado a la expedición que ascendió el K2 en 1954 por su historial, cuando estaban por venir sus tres hitos estratosféricos: el solitario Pilar Suroeste del Dru en 1955, el Gasherbrum IV en 1958 y su canto del cisne, la solitaria invernal en la Norte del Cervino en 1965. Con 35 años se marchó.
Una hora de retraso nuestro, avisado in extremis, iba a hacerle cambiar los planes sobre visitar el monasterio de las Descalzas, con su compañera, Rosana, célebre actriz del cine italiano desde los años sesenta. De su segunda visita a Madrid, tendría que conformarse con haber visto Toledo y poco más. De la primera, en los años 70, tan sólo esquió en Navacerrada, aunque los mentideros alpinísticos le hayan situado sin atreverse a escalar la Sur del Pájaro y retirándose en invierno de Peñalara. Renunciaba al monasterio y en un instante retrocederíamos 68 años en el tiempo.
Hijo de la guerra
POR alguna razón, me daba la impresión de que, siempre que Bonatti se ha metido en un marrón –los del vivac del K2 en 1954, la muerte de Vicendon y Henry en 1956 durante una invernal en el Mont Blanc, y la tragedia del Frêney (1961) han llenado desde artículos a libros, el último que ha reabierto la herida de 1956 ha aparecido ¡en 1997! (Yves Ballu, Naufrage au mont Blanc) e incluso procesos judiciales–, alguien le ha atribuido cualidades casi sobrehumanas, como si fuera un héroe helénico que tuviera que salvar a todos los de su alrededor.
Como él ha dicho, a veces por cuestión más genética que atlética salvó su propia vida en la montaña, o al menos los dedos, de milagro en unas cuantas ocasiones, sin olvidar su buen hacer. “Viví 17 años el alpinismo extremo, es decir al límite y así, antes o después, tienes un problema. Salir vivo es una demostración de haber hecho todo en regla”. Su primera prueba de supervivencia fue algo más duro: la guerra.
Cuando nació, en 1930, Italia ya llevaba un par de años apuntada a la depresión económica mundial que explotó el día del Crack de 1929 en la bolsa neoyorquina. En busca de un poco de prosperidad, la familia Bonatti se trasladará de Bérgamo a Milán en 1931, donde Walter pasa su infancia. No sólo no llega la riqueza, sino que hasta comprar el pan resulta difícil: su padre no acaba de encontrar un trabajo por la sencilla razón de no militar en el fascismo imperante. Finalmente se coloca en un fábrica textil, y su madre en un laboratorio.
Ocho años después estalla la Segunda Guerra Mundial. En el apogeo bélico, al Milán industrial jamás llega la comida, pero hay más. “Vi cómo compañeros míos de juego, por no apoyar a los alemanes o por no ser del partido que les obligaban a ser, huyeron a las montañas para refugiarse con las guerrillas. Les encontré muertos, desfigurados a patadas. Fue una experiencia terrible. Siendo hijo de la guerra en un régimen fascista donde todo se hacía en nombre del rey, de Mussolini, descubrí que existía Shakespeare y lo demás cuando acabó la contienda y me di cuenta de que hubo una cultura que no era cultura”.
Él no cree que haya que culpar a los alpinistas porque el fascismo los utilizara. “Yo era un niño, pero sé que la generación anterior a la mía era necesariamente fascista, ya que quien no lo era no tenía nada. Mi padre por no serlo no tuvo trabajo. En la época del fascismo, aunque el alpinismo ha sido influido, los alpinistas no han tenido culpa de representar un partido”.
En cada temporada de vacaciones escolares un ya adolescente Walter va a ver a los abuelos. Los paternos vivían a orillas del río Po, y él se divertía cruzando a nado el mayor cauce de Italia con el fin de jugar en la otra orilla. Por supuesto ésa era idéntica a la que servía de inicio a la aventura. Los padres de su madre estaban cerca de algunas montañas bajas, “pero se cubrían con nubes y aquello era un misterio para mí, me parecía fascinante y por ello nació el interés por las montañas. Hasta los 18 años siempre fui andando, a esa edad realicé mi primera escalada y ya no lo dejé”.
Primero de cuerda
Esa primera escalada, una vía de III°, él la califica de cómica. Con 18 años, tenía un cuerpo atlético forjado a base de gimnasia con sus amigos del colegio. Ahora se hallaba en la Grigna, las mismas montañas iniciáticas del gran Riccardo Cassin, mirando durante horas a los escaladores. Uno le preguntó si le gustaría escalar y le propuso enseñarle, pero al cabo de unos pocos metros le dice: “‘Estos zapatos resbalan; tú, que los llevas grandes (eran restos de la guerra y me sobraban por todos los sitios), inténtalo’. Escalé hasta un punto, subió él, le di la cuerda, me miró y me dijo: ‘Lo haces bien, sigue tú’”. Así terminó la vía y concluyó esta historia que anticipa su papel: “Nací para ser el primero de la cuerda, siempre he tenido miedo de quien iba delante excepto si era Carlo Mauri. Todos los demás, aunque fueran mejores que yo, me daban miedo. Prefería ir delante resolviendo el problema antes de que me cayeran encima”.
Los Pel e Oss (Piel de Oso) eran el grupo de escaladores escuálidos, “porque durante cinco años no habían casi comido” de Monza. Todos habían combatido o fueron hechos prisioneros o las dos cosas. Con el fin de la guerra, empezaban a vivir la vida que habían estado a punto de perder, lo que no incluye que hubieran gastado su miedo a la muerte: “No, la muerte es una cosa espantosa. Vimos morir a nuestros compañeros y por ello teníamos mucho respeto a la muerte y mucho miedo. Nos dio fuerza para vivir intensamente, pero no para morir. Creo que nuestra generación dio muchísimos alpinistas porque, de la guerra, o morías o salías vivo con más fuerzas que nunca para vivir. Hubo muchos accidente porque el material era muy rudimentario, las cuerdas que ahora soportan 2.000 kN antes sólo resistían seiscientos”. Cuando Bonatti se hizo un piel de oso más, el grupo ya llevaba un par de años funcionando. Pronto comenzaron a escalar las montañas más difíciles de la época, las rutas de sestogrado.
Armados con poco más que el tesón insolente de los 19 años y la descripción de Cassin, que les fascinaba, al año de escalar, en agosto del 49, Bonatti y su íntimo Camillo Barzaghi se sienten preparados para acometer la obra magna del gran Ricardo y exactamente por la ruta que dejó el maestro; de quien, por cierto, no pudieron aprender nada debido a la ruptura generacional que provocó la contienda bélica. Once años después de su apertura en 1938, los 1.200 metros de roca y nieve del Espolón Walker de la mítica cara norte de las Grandes Jorasses habían visto dos repeticiones, y ambas a cargo de pretendientes expertos.
Badile, Noire y Walker
Camillo y Walter acababan de ascender en julio otra vía Cassin: la cara noroeste del Piz Badile. Faltaban tres años para que Hermann Buhl la escalara en solitario y en cinco horas después de un largo viaje en bicicleta. Ellos no tenían dinero para bicicletas. “No teníamos ni documentos para pasar a Suiza. Cogimos el tren, un autobús hasta cierto punto y luego a andar durante 28 horas. Cuando llegamos, ya no teníamos comida”.
Como él mismo relata en Mis montañas (sin traducción al castellano), en el primer intento al Espolón Walker se puede encontrar al Bonatti que llora, presa de un ataque de nervios tras superar la fisura oblicua, sin agarres, desplomada, con su pierna empotrada como único seguro –como había descrito Cassin–. Sin poder clavar nada durante más de 12 metros, reptó como un gusano para ganar cada centímetro y se apretó como un condenado a muerte para no dar el último resbalón. Su compañero tampoco tenía ánimos para seguir.
La decisión fue bajarse, que no renunciar como demostrará tantas veces más adelante –ocho para abrir el Espolón Whymper–. En Courmayeur se encontró con Andrea Oggioni quien, con Emilio Villa, venía de haber estado perdido buscando cómo llegar a la Aguja Negra de Peuterey. Con Barzaghi fuera de combate, los tres deciden poner sus objetivos en común y el primero en caer será la difícil cara oeste de la Negra. Para el Espolón Walker se sumará un cuarto amigo. “Nuestro material era muy rudimentario no teníamos ni pasamontañas y nos cubríamos con la bolsa del pan, tal vez íbamos peor que Cassin porque no teníamos dinero para comprar clavos y al menos él se fabricaba los suyos. No lo elegimos, es que ésa era la situación. Pero comprendí que mi alpinismo debía inspirarse en los alpinistas del pasado y en los medios que utilizaron ellos. Mis compañeros y yo (no todos) hemos aplicado este alpinismo tradicional porque la montaña llena de técnica como está en nuestros días no es sino la conquista de la técnica. Lo que hacíamos nosotros era la conquista del hombre”.
¿La técnica domestica las montañas?
“Es que cuando se parte de esta manera no hay límites. Hoy se lamenta mucho que no haya materia prima, pero es que se ha destruido lo imposible. Por eso digo que es la conquista de la técnica, no del hombre, la inteligencia de la búsqueda de la vía no existe ya”.
¿Qué piensas sobre utilizar clavos de expansión en el alpinismo?
“Desde siempre estuve en contra porque es el símbolo de la eliminación de lo imposible. Si no puedes pasar, metes clavos de expansión y ya puedes hacerlo. Eliminan todo lo que es alpinismo”.
¿El peligro protege lo imposible?
“El peligro es parte del juego. Lo bonito es aceptar las normas y sus consecuencias, que tú desarrolles el coraje, la prudencia, la fuerza, la inteligencia. Cualquier actividad humana es un juego que desarrolla el arte de jugar”.
El nombre de su inteligencia alpina va a comenzar a quedar para la historia poco después, en 1951, cuando inaugura ese desafiante reto rojo que surge a los pies del Mont Blanc du Tacul: el Grand Capucin por su cara este, que primero intenta con Barzaghi y concluye con Luciano Ghigo. En el invierno del 52/53 se las ve con las caras nortes de Lavaredo.
El destino en el K2
Por esos años, su destino todavía vagabundeaba entre montaña, estudios y trabajo. “Los estudios en cierto momento los interrumpí, luego me incorporé a clases nocturnas. Era después de la guerra y no había trabajo, cada familia pensaba en poner a sus hijos a trabajar ya que la necesidad primordial era comer. Eso era lo que yo quería, pero no lo encontraba, hacía cosas aquí y allá. Antes de hacer la mili me decían que no me daban trabajo porque no tenía el servicio militar. Después, que no porque acababa de terminarlo. Cuando encontré un trabajo que me convenía, en una oficina, ya había dejado las clases nocturnas porque me había dado cuenta de que la vida hacia la que me dirigía no me gustaba. Después de un año dije stop, y partí a las montañas. Jamás me he arrepentido de ello. Para mí fue encontrarme a mí mismo”.
Cuando tenía todo arreglado para convertirse en guarda de refugio, le llamaron para formar parte de la expedición italiana que conseguirá la cumbre del K2 en 1954. “Cuando me convocaron entre los 60 mejores alpinistas italianos, para elegir luego once, yo era el más joven. Me aceptaron porque tenía una actividad tal que no podían dejarme en casa, pero según el criterio de juventud, que decía que el alpinista está en sus máximas posibilidades entre los 30 y los 40 años, no debería haber ido ya que tenía 23. En la Universidad de Turín nos hicieron pruebas parecidas a las que hacen a los astronautas. Pero el profesor Margaria, un gran especialista, reconoció que con los recursos que tenía no se podía reconstruir la situación en un laboratorio. Después de la experiencia del K2, fue el primero que habló de nuestras experiencias a los astronautas. Ellos han nacido sobre la experiencia de los alpinistas”.
¿La pérdida de la aventura no incluye también el aumento de los conocimientos científicos, geográficos, médicos…?
“Pero hay una posibilidad para alargar el mundo de la aventura. Si hiciésemos las cosas sin los medios técnicos, contando sólo con nuestra capacidad y nuestra experiencia, tendríamos un mundo casi inexplorado. La aventura es hacer aquello que tenemos dentro respetando las reglas que permitan crecer al hombre sin los medios técnicos”.
Hasta que Bonatti y Mahdi sobrevivieron (Mahdi con graves congelaciones) al vivac a más de 8.000 metros en el K2 por aquel problema de comunicación con Lacedelli y Compagnoni, sólo Hermann Buhl había pasado por ese trance. “El gran límite de hace 40 años era que ni siquiera sabías cómo morías por falta de oxígeno, perdías el sentido poco a poco. Eso nos asustaba muchísimo. La noche del vivac intentaba que mi cerebro trabajara para comprobar que seguía bien”.
¿Pensaste que no sobrevivirías?
“Jamás me he rendido. Ni siquiera en las peores situaciones. Quien se rinde muere, he visto a muchos compañeros que han pensado: ‘Dios lo quiere así’ y se dejan llevar. La fatalidad oriental no existe dentro de mí”.
Según la versión oficial, negada por Bonatti, sus compañeros Lacedelli y Compagnoni, desde el C9, creyeron que éste y Mahdi se bajarían después de dejar unos metros más abajo las seis botellas de oxígeno (19 kilos cada uno) que habían porteado para ellos. A Bonatti lo acusaron de haber puesto en peligro la vida de Mahdi con tal de tener una oportunidad de conseguir la cumbre y la cuestión llegó a un proceso judicial del que salió absuelto. Él está seguro de que los compañeros de arriba entendieron que Mahdi no podía bajar de noche en su estado de cansancio.
En 1955 está de vuelta en Courmayeur, donde se instala para trabajar como guía de montaña. Primero siente que debe recuperar la confianza en la condición humana que, con lo ocurrido en el K2, ha perdido y para ello tiene que comenzar por sí mismo. “Es la necesidad individual de reencontrarme a través de la prueba que la montaña te impone”. Para ello se pone una meta que él mismo considera casi imposible, y lo sabe bien pues ya lo ha intentado dos veces frustradas por el mal tiempo. “Antes, ante ascensiones de varios días contábamos con que no teníamos ni previsiones meteorológicas”.
Su solitaria al Dru le llevó cinco días y el relato, junto a lo ocurrido en el K2, fue incluido por Chris Bonington en su Quest for Adventure, una antología de la aventura humana. Algo que sorprende al propio Bonatti ya que considera que los textos de su primera época son rudimentarios. Pero hay párrafos de una gran intensidad, especialmente cuando entrevé su propia vida en el infortunio de una mariposa llevada a morir a su lado por los vientos cálidos.
Como en esta ascensión, te has esforzado por empujar el límite de lo posible, pero a la vez reclamas que haya un sitio para lo imposible…
“Lo imposible es subjetivo, puede valer para mí, para ti, pero no para él Lo imposible es una dimensión protegida, no demolida”.
Vivir en Courmayeur
Instalado en Courmayeur, vivía pegado a su vida, el Monte Bianco, pero en el valle nunca dejó de sentirse un bicho, un extraño. “En mis tiempos, las generaciones de guías se sentían depositarias de su Monte Bianco, por lo que yo era un extranjero que iba a usurparles su terreno. La vida fue dura allí”.
Aunque pensó que el trabajo de guía le serviría para vivir de una forma aceptable, pronto se dio cuenta de que ni el dinero daba para tanto ni el trabajo le motivaba. Además de la guerra que sentía le hacían en Courmayeur, la misma idea de unirse a un desconocido para la vida o la muerte que sublimó al poeta de los guías, Gaston Rebuffat, no convencía al italiano. “Lo hablé con Gaston, yo le decía: ‘sólo por cobrar una tarifa, alta o baja… no puedo vender mi amistad, responsabilidad y relación espiritual. Para mí es inaceptable. Puedo ir sin una lira con un amigo, pero no por dinero con uno que te alquila como un taxi”.
No hubo ni excepciones. Porque el ingeniero Gallieni, que nació como cliente, se convirtió en amigo, y como tal fue a abrir el Pilar Central del Frêney esos día tan trágicos de 1961. Por eso Bonatti no entiende que dijeran: “Dejó morir al amigo y salvó al cliente”.
Después del K2, en pleno auge de las iniciativas de tipo nacional para organizar viajes extraeuropeos, estaba convencido de que Himalaya y Karakorum se habían acabado para él. Probablemente el otro excluido de esa expedición, Riccardo Cassin también lo pensó en algún momento. Y sin embargo en 1958, éste le brindó su segunda oportunidad. No fueron a un ochomil, pero casi y la ruta que abrieron resultó de mucha mayor dificultad que la habitual en los ochomiles. Cassin no pudo hacer mejor elección: fueron Bonatti y Mauri quienes se superaron a sí mismos y hasta el último obstáculo para alcanzar sus 7.925 m.
A esas alturas, su prestigio ya era estratosférico. Pero sólo de prestigio no se podía vivir entonces, y él ya tenía claro que ni le gustaba ser guía, ni iba a colocarse de guarda en algún refugio.
En aquella época no tenías patrocinador (sponsor)…
“No, el uso de la palabra sponsor ha surgido hace 20 años. En nuestros tiempos, con Riccardo Cassin, Mauri o yo había una relación que nacía de la amistad, de usar y ser consejero técnico de un producto, por ejemplo una mochila, y luego darle el nombre. Las generaciones siguientes nos han acusado de haber sido patrocinados, pero no es así. He sido consejero de unas botas, de mochilas y de guetres, siempre como asesor, como técnico”.
¿Y en la revista Epoca?
“El sr. Messner dice también que yo he sido patrocinado, y también que lo he sido por Epoca, pero lo que yo hacía era trabajar allí, tenía un sueldo de periodista y unos derechos de autor como escritor. Eso no es patrocinio”.
¿Qué piensas del patrocinio?
“Es algo bueno cuando ayuda a realizar las actividades, pero cuando la actividad está al servicio del patrocinador es una mierda porque tú, por dinero, aceptas estar en un juego en el que te fuerzan a decir cosas que no quieres, como Messner hace en nuestros días. Eso, que lo hagan los actores, no un personaje. Pero Messner, para justificar lo que él hace, me acusa a mí de haber hecho lo mismo”.
Con el Pilier Rouge du Brouillard abierto en 1959 –“sí, pero el pilar era parte de una vía que terminaba en la cumbre del Monte Bianco, no para rapelar desde donde acaba la roca como se hace ahora”–, inicia media década de intensa actividad: 1961, Rondoy (Perú) e intento al Frêney; 1962, Bonatti/Mazeaud a las Jorasses; 1963, primera invernal al Espolón Walker; 1964, Espolón Whymper (primera absoluta), son tan sólo algunas. Y por fin 1965: solo y en invierno abre una vía difícil en la cara norte del Cervino. De nuevo, no ha sido un llegar y vencer, con varios compañeros ya había intentado subir anteriormente. “Fue el resultado de las experiencias que había acumulado en las demás escaladas; fue fruto de mi pirámide de experiencias, acumulé todo lo que la montaña me había enseñado para defenderme, prevenir los peligros”.
¿Había una parte de ti a la que ya no le atraía subir montañas y por eso firmaste con Epoca?
“No dejé el alpinismo para hacer reportajes con Epoca. Dejé el alpinismo extremo traspasando el aspecto extremo de la aventura a un mundo más vasto. Me imponía las mismas dificultades y empeño en hacer esto que antes las grandes escaladas. Empecé en Epoca no para hacer de periodista sino para vivir las aventuras que elegía, para tocar con la mano y vivir las aventuras de aquellos escritores que de pequeño me gustaban”. Lo dejó cuando quisieron que cambiara su estilo.
Al Klondike… de Charlot
De hecho, sus primeras lecturas de adolescente no habían sido de alpinismo, sino Emilio Salgari y Jack London por ejemplo. Pero en su primer viaje, tras las huellas de los buscadores de oro del Klondike, no perseguía sólo letras sino las antiguas imágenes en blanco y negro que filmó Charlot en su Quimera del oro comiendo una suela de zapato, vianda potencial de su propio compañero, perseguido por un oso hambriento. “Estuve 30 días caminando hacia el corazón de Alaska, 2.000 km que me permitieron acercarme a toda clase de animales, vivir aquello que mis autores habían escrito. En aquella situación de ser el único hombre a miles de kilómetros de la civilización, no en un mundo muerto sino en un mundo vivo, significó una gran experiencia”.
Durante casi quince años serán su hogar las selvas, desiertos, costas, y también las montañas que luego transmite en sus artículos, premiados en varias ocasiones. En los ochenta, escribe varios libros. Pero el alpinismo no termina de entender, ni perdonar que lo dejara en la plenitud de los 35 años. “Estaba en el máximo… Es grave que no lo comprenda: ya que el alpinista es un hombre de aventura debería entender que el mundo no es sólo la montaña. Las montañas son cosas preciosas, pero el mundo entero lo es mucho más”.
J. Mendieta/D. Rodríguez
Para saber más sobre Walter Bonatti en Desnivel, nº 73: Walter Bonatti, Una forma de ser; nº101: Especial K2, 40 Aniversario; nº 142: Especial Mont Blanc; nº 143: Frêney 1961.
No se puede decir nada más al respecto. Hoy en día se están olvidando los valores que nos ha dejado walter. Recientemente he culminado una escalada utilizando el mínimo de medios técnico-modernos y sólo he recibido críticas y comentarios jocosos por parte de mis compañeros, al parecer no entienden que la vía que realizamos, la sur directa al picu urruellu, fue escalada por Juan Tomás Martínez durante décadas con clientes y en solitario calzado rudimentariamente y asegurando a hombro. Gracias